«El diario de la abuela», es una historia de amor y superación, con una fuerte dosis de espiritualidad. Habla de Lucía, una mujer que tomó decisiones difíciles que la llevaron a cambiar su vida. Una historia maravillosa, con pinceladas de ficción, y mucha sabiduría.
Lucía, es un ser humano como tantos de este mundo. Tiene inquietudes, sueños, ríe y ama, como como tú y como yo.
Lucía es sinónimo de lucha, logros y también de fracasos. Pero con la mirada puesta en las estrellas, en ese universo que contiene las respuestas.
Lo que la abuela vivió, la llevo a escribir un diario, al que confeso sus más profundos sentimientos. Era el único al que se lo podía contar, el que la escuchaba en silencio y callaba las confesiones.
La historia empieza cuando Lucía sale de Neuquén, Argentina. Después de varios años de vivir en la Patagonia donde nacieron sus hijas, toma la decisión de reencontrarse con su familia que vivía en Lanzarote, Canarias.
A partir de allí, su vida daría un giro completo, haciéndole vivir experiencias inimaginables. La isla no solo sería el paraíso con el que había soñado, sino que conocería al amor de su vida. Todas esas vivencias la llevarían a escribir un diario, descubriendo que los acontecimientos duros que había vivido se habían resuelto de forma inexplicable. Lo que le hizo preguntarse, qué fuerza poderosa la protegía haciéndole superar hasta lo imposible. Y así fue, como se embarcó en una búsqueda de respuestas, viviendo experiencias inimaginables.
Y así empieza la historia.
Capítulo 1.
Lanzarote, donde los sueños se hacen realidad.
La voz de la azafata anunciaba que pronto tocarían tierra. Ella, con sus manos apoyadas en la ventanilla del avión, contemplaba excitada el paisaje volcánico. Sus audífonos le acercaban la música de Fito & Fitipaldis «Acabo de llegar», susurrándole al oído el valor que necesitaba para enfrentar su nueva vida.
El mar lo era todo para Lucía. Decía que era «el sostén de la vida», que para cada día hay una ola y que la vida consiste en mantenerse en la cresta.
Su diminuta nariz incrustada en la ventanilla se humedecía por la emoción de tantos recuerdos que se quedaban atrás: exámenes, risas, aulas que se llenarían con nuevas caras y nuevos sueños.
Después de algunos años en la facultad de Derecho de Madrid, regresaba triunfante con el fruto de sus esfuerzos.
No era más que otra joven confundida con un título bajo el brazo. Pero aún le faltaba aprobar un examen,
el más difícil, el que la llevaría a descubrir un mundo donde se mueve lo intangible, a enfrentarse con las olas más temidas, a encontrar en el diario de su abuela la mentira mejor guardada que el quinto milagro sacaría a la luz.
Era la única hija en el seno de una familia de clase media. El sueño hecho realidad de una madre abogada que ahora compartía los honores con la flamante licenciada, el orgullo de la familia. En la sala del aeropuerto la esperaban sus padres y sus tías, que aún tenían dudas del logro conseguido por la joven.
Estaban todas, o casi todas. Dos generaciones de mujeres valientes; pero faltaba una, tal vez la más importante, la matriarca, «la madre coraje» que hoy no tenía un sitio en esa bienvenida.
«¡Uf! ¡Esto es horrible! ¡Parece mentira que no me acostumbre a volar! A ver si no va a acertar en la pista y me voy a hacer pelota contra el agua. Controla, Lucía, el tío sabe lo que hace», pensé.
«¡Joder! Ya está girando. ¡Ay, Dios, que acierte! Después de lo que me costó conseguir el puñetero título, no me voy a morir ahora».
Ya veía Playa Honda. La pista parecía un hilo que salía del mar. Me ajusté el cinturón y enrollé el sobrante en mi mano como acostumbraba a hacerlo.
«Ya falta poco», pensé, y cerré los ojos para intentar tranquilizarme. «¡Qué ganas de ver a la abuela! Cuando le diga que quiero vivir con ella se va a alegrar. ¡Uf! Espero que mamá no se raye.
Bueno, al menos papá me entiende y seguro que me apoya».
«¡Joder! ¡No veo la hora de meterme en el mar! ¡Me muero por coger olas!».
―¿Está bien? ―me preguntó la azafata.
―¿Ya llegamos?
―Sí, puede quitarse el cinturón.
―Vale, gracias ―le dije. Ni me había enterado cuando tocamos tierra. O el piloto era un experto, o mis pensamientos me llevaron fuera del avión.
Cogí mi bolso y me hice un hueco entre la gente para bajar de los primeros. Cuando fui a coger las maletas de la cinta faltaba una. No había duda, estaba en Lanzarote.
Me dirigí a la salida y allí estaban tía Malia y Gaby; mis padres hablaban con un señor.
―¡Estoy aquí! ―les grité mientras les hacía señas. Los abrazos se hacían interminables entre fotos y felicitaciones que enmarcarían mi regreso y, por supuesto, mi título, la meta alcanzada, el pasaporte al respeto y credibilidad que ondearía orgullosa por las narices de mi familia.
Nada podía presagiar lo que le esperaba. Lo que viviría le haría enfrentarse al mundo sutil que le daba miedo y se negaba a aceptar. Pero allí estaba, joven, decidida, sin saber que había llegado el momento que había elegido antes de nacer.
Debía continuar con el diario de su abuela, transmitir al mundo que somos energía, que la vida continúa y que la muerte es un paso más en la evolución de las almas.
Su misión era difícil, sus creencias no comulgaban con las de su abuela. Para ella, la vida era más simple: coger olas y no preguntarse lo que no se podía responder y, menos aún, sobre la muerte.
Pero lo que había elegido le haría enfrentarse a sus carencias, aprender el verdadero significado del perdón, la aceptación de un aprendizaje que vendría arropado de egoísmos. Sin duda, era la mano que le extendía el amor para que cumpliese su misión de vida.
El aeropuerto estaba lleno de turistas. Lucía sonreía inquieta buscando entre la gente la figura de su abuela.
—No vino. Seguro que nadie se ofreció a traerla.
—¿Qué dices, sobri? —me preguntó tía Malia.
—Nada, cosas que se podrían haber hecho, pero está claro que
no se puede sacar de donde no hay —dije, aunque no me oyó.
La emoción en los ojos de mi madre reprochaba su ausencia, la que hábilmente enmascaraba con una sonrisa. Ella no estaba, pero sabía que me estaría esperando entre prosas y novelas inacabadas que acumulaba en cajones.
Su pasión por la escritura iba más allá que su gran amor por los gatos. Decía que escribir es como ser el dueño del universo y hacer reír, llorar, odiar, amar, arreglar el mundo con un verso. Solo yo podía entender lo que sentía.
Eran las diez de la mañana y aún estábamos en el aeropuerto.
La charla se alargaba recordando anécdotas de compañeros mientras esperábamos a que apareciera mi maleta. Al cabo de unos minutos me avisaron de que la habían encontrado. Solo
quería llegar a casa y coger mi coche para ir con la abuela.
Mi padre me observaba orgulloso, no le cabía tanto amor. Se acercó a mi madre y le susurró algo al oído.
—Si quieres puedes irte —dijo ella—. Tu abuela te estará esperando. Por el tono de su voz me di cuenta de que su relación con la abuela no había mejorado. Nunca supe el motivo de su distanciamiento, aunque alguna vez oí que la abuela no pudo superar la ruptura con su pareja. Yo desconocía aquel pasado que todos se afanaban por ocultar, pero, tal vez, había llegado el momento de que ella misma me lo contara.
Y por supuesto, esto es solo el principio de un sin fin de situaciones que vivirán la abuela y su nieta Lucía. Y poco a poco se irán incorporando los nuevos protagonistas de esta apasionante historia. Y en especial Tere, la «Médium» amiga de la abuela. Que con su conocimiento sobre el más allá, hará que nos preguntemos, qué hay después de la muerte. La pregunta que el ser humano se ha hecho desde que el mundo es mundo.